20 de Marzo, 2025

Hay algo peor que la traición

Ella no me pidió que la salvara, pero me contó su historia como quien deja una caja abierta en medio del cuarto, esperando que alguien decida no ignorarla. Y yo, tan dispuesto, tan ingenuo, tan lleno de amor, la abracé. La historia. El dolor. A ella.

Me habló de su ex. De los golpes. De la traición. De un embarazo que terminó antes de tiempo y mucho después del dolor. De un cuerpo que había llevado vida y de un alma que nunca volvió a ser la misma. Cada palabra que caía de sus labios era como una astilla de vidrio que atravesaba la garganta. Pero yo no me moví. No huí. Me quedé. Y la escuché.

No éramos nada aún. Ni pareja, ni amigos del todo. Pero cuando alguien te confiesa su infierno, tú eliges si te conviertes en llama o en refugio. Yo elegí ser agua. Y me consumí por dentro.

Lo que vino después fue una historia escrita con susurros rotos y pausas largas. Porque ella no lo contó todo de golpe. Lo hizo a pedacitos. A tragos lentos, como quien tiene miedo de romper la imagen de sí misma al ponerla en palabras. Recuerdo nuestras cenas... y cómo la comida a veces se quedaba fría porque el pasado pesaba más que el presente. Sus silencios no eran vacíos. Eran trincheras.

Me habló de su depresión. De cómo, en los días más oscuros, el espejo no era un reflejo sino una amenaza. De cómo cayó en adicciones para silenciar lo que gritaba desde adentro. Me confesó que le tenía miedo al psicólogo. Miedo a abrir la caja. Miedo a no poder cerrarla después. Miedo a no encontrar nada adentro. Todo eso me lo entregó con una fragilidad brutal, como si me pusiera su corazón en la palma de la mano esperando que no lo dejara caer.

Y yo... lo tomé.

No me importó su historia rota. Me importaba su ahora. Me importaba estar ahí. Me importaba ser el único espacio donde no tuviera que fingir fuerza. Porque el amor, cuando es de verdad, no exige perfección: ofrece abrigo.

Recuerdo nuestras primeras citas como si el tiempo hubiera decidido conservarlas intactas. Días enteros de conversaciones, de miradas largas, de silencios cómodos. Y al día siguiente, despertar juntos como si el mundo no doliera, como si el pasado quedara afuera de esa cama por un instante. Quise demostrarle que aún existía un amor que no destruye. Un amor legítimo, tierno, que no traiciona. Uno que se queda. No para curar lo que fue, sino para que no volviera a repetirse. Para que por fin pudiera sentir lo que era ser cuidada sin condiciones.

Cuando la relación floreció, yo ya llevaba en los hombros su pasado. Lo cargaba como si fuera mío. Me volví un arquitecto del cuidado: cada gesto, cada límite, cada palabra, medida con precisión quirúrgica para no activar su dolor. Dejé de salir a solas con amigas. Evité lugares. Silencié partes de mi mundo. No por obligación, sino por lealtad. Porque el amor también es renuncia. Y yo renuncié a mucho... sin que me lo pidiera.

Y entonces vi cosas que me marcaron. Como cuando pasábamos por algún parque y sus ojos se nublaban al ver niños. Como si cada risa infantil le recordara lo que alguna vez pudo haber sido y no fue. A veces bastaba un bebé en brazos ajenos para verla quebrarse. Ella lo disimulaba, pero yo ya conocía el lenguaje de su tristeza. Lo sentía en sus manos temblorosas, en los silencios que dolían más que cualquier grito.

En esos momentos, la tuve en mis manos. Literalmente. Como se sostiene un cristal herido, con la delicadeza de quien sabe que un mal gesto puede hacerlo añicos. La acompañé en cada una de esas grietas. Me sentaba a su lado en la orilla del abismo emocional sin pedirle que saliera de ahí, solo para que no estuviera sola.

Pero nadie te prepara para cuando el sacrificio se convierte en escenario de tu propia humillación.

Tuvimos una discusión. De esas que uno espera reparar con un mensaje, con un “perdón” sin dramatismo. Pero fue en esa brecha, en ese leve espacio entre el enojo y la calma, donde ocurrió lo que jamás imaginé.

A las tres de la madrugada, su camioneta estaba estacionada frente a su casa. La llamé. No respondió. Cuando por fin lo hizo, su voz no era de angustia. Era de fiesta. Estaba al lado. En casa del vecino.

Él.

El mismo al que aprendí a odiar por ella, no desde el juicio, sino desde el amor. Desde el momento en que me contó su historia y la hice parte de la mía. El mismo que, según sus lágrimas, le arrebató la inocencia, la calma, la fe en la ternura. El que la dejó temblando frente al espejo, escondiéndose detrás de adicciones, temiendo a un psicólogo más que al propio infierno, porque sabía que abrir la herida significaba sangrar otra vez. El que le borró el deseo de ser madre sin quitarle el anhelo. El que convirtió su futuro en duelo.

Y esa noche, fue a él a quien eligió acercarse.

La llamé. No contestó. Imaginé lo peor, pensé en sus padres, en su familia, en un accidente. Pero cuando respondió, su voz no era de urgencia. Era de fiesta. Estaba al lado, me dijo. En casa del vecino.

Le pregunté qué hacía ahí.

Y me respondió con una calma que me dolió más que cualquier grito: “No estaría con él estando contigo. Él llego a mi casa y me pidió disculpas… después de siete años”.

Siete años.

Siete años de historia. De heridas. De silencios. De noches en vela. De demonios que aún la visitaban al ver un niño pasar corriendo.

Y yo me quedé ahí, sentado en el auto. Con las manos heladas. Con el pecho encogido. Sintiendo cómo, en cuestión de segundos, todo lo que había cuidado con tanto amor se convertía en ceniza. No por lo que hizo. Sino por quién lo hizo. Por lo que él simbolizaba. Por todo lo que yo había escuchado, abrazado y respetado… y que ella, de pronto, parecía haber olvidado.

¿Sabes qué duele más que una traición?

El colapso de una coherencia que tú creías sagrada.

Ese instante en el que entiendes que, mientras tú tejías amor con hilos de respeto y paciencia, la otra persona seguía amarrada al mismo nudo del que decía querer escapar. Que tú que la tuviste en tus brazos temblando por su pasado, que fuiste testigo de su tristeza más íntima terminaste convertido en un espectador más de su recaída emocional.

Yo la defendí, la protegí. La abracé cuando sus ojos se nublaban al ver bebés, cuando se quedaba en silencio frente a una risa infantil, cuando su cuerpo temblaba sin motivo aparente. Yo estuve ahí. Entero. Presente. Como se está cuando se ama de verdad. Como se está cuando lo que importa no es el pasado, sino el presente que se quiere construir juntos.

Pero nadie te enseña que hay personas que, incluso sostenidas con amor, eligen volver a la herida.

Y esa noche lo entendí.

Ella lo eligió.

No a él como persona, quizá, pero sí como símbolo. Como eco de lo no resuelto. Como reflejo de todo lo que aún la gobernaba. En ese gesto, me gritó sin palabras que nunca fui su hogar, solo su descanso.

Y eso, eso es lo que verdaderamente rompe.

No la charla. No su presencia en esa casa. Sino el abandono de todo lo que tú cuidaste con el alma.

3 de Febrero, 2025

Odiando soltar

Soltar suena fácil hasta que te toca hacerlo.

Hasta que estás ahí, sosteniendo un teléfono que ya no suena, escribiendo un mensaje que no enviarás, pasando por los mismos lugares con la absurda esperanza de que, por arte de magia, todo regrese a como era antes. Hasta que despiertas y, por un segundo, olvidas lo que pasó, pero luego la realidad te golpea en el estómago como un puño cerrado: ya no está.

Y lo peor no es la ausencia. Es la batalla interna que viene después.

Porque soltar no es solo aceptar que alguien se fue. Es lidiar con el instinto de sostenerlo un poco más. Es luchar contra ese impulso idiota de intentarlo otra vez, de encontrar una grieta en el adiós, de hacer una última pregunta aunque ya sabes la respuesta.

Soltar no es decir "ya entendí". No. Es mirar las fotos una última vez. Es escribir y borrar mensajes. Es sentarte en la orilla de la cama, sintiendo cómo tu cuerpo quiere correr en una dirección, pero tu mente sabe que ya no hay nada ahí.

Es, en el fondo, el acto más difícil de amor propio.

Porque nadie te dice esto: sostenerse también duele.

Cansa. Cansa despertar con el corazón encogido. Cansa pelear con la memoria, con la costumbre, con la parte de ti que insiste en volver. Cansa sostener una cuerda que ya no está conectada a nada.

Pero un día, sin darte cuenta, el impulso de volver será menos fuerte que la necesidad de seguir adelante. Y ahí entenderás que soltar no significa olvidar, ni minimizar lo que sentiste. Soltar significa reconocerte en un nuevo lugar, uno donde el pasado ya no tiene el poder de definir quién eres ahora.

Y cuando eso pase, te darás cuenta de que nunca fuiste tú quien perdió.

Solo dejaste de sostener lo que hace mucho tiempo ya te había soltado.

Pero aquí está la cuestión que nadie puede responder del todo: Si soltar es lo que nos libera, ¿por qué seguimos volviendo a lo que nos rompió?, ¿Por qué el dolor, a veces, se siente más familiar que la paz?, ¿Y cuántas veces más intentaremos sostener algo antes de darnos cuenta de que, tal vez, aún no estamos listos para dejarlo ir?

Y aquí está la verdad brutal: porque no queremos soltar.

No es que no podamos. Es que no queremos.

Queremos el drama de la lucha. Queremos sentirnos valientes por intentar. Queremos la intensidad de seguir ahí, incluso cuando sabemos que nos está destruyendo. Queremos lo que duele porque nos hace sentir algo, porque el vacío nos aterra más que la agonía de seguir insistiendo.

El problema nunca ha sido soltar. El problema es que, en el fondo, todavía queremos sostener. Porque soltar significa aceptar que no hay vuelta atrás. Que no hay más preguntas, ni más excusas, ni más oportunidades. Que esto es el fin. Y eso, es lo que realmente nos rompe.

Así que aquí está el golpe de realidad que nadie quiere escuchar: soltar no es un proceso. No es un viaje. No es un "poco a poco".

Es una elección.

Y el día que realmente decidas hacerlo, lo harás. No porque dejó de doler, sino porque finalmente entenderás que el dolor no es razón suficiente para quedarte. Que dificil es ser humanos emocionalmente complejos.

18 de Enero, 2025

El arte de intentar

Hoy desperté con una calma peculiar. Como si las piezas dentro de mí estuvieran encajando porque, al fin, decidieron que pelear no era tan útil como parecía. Y eso me hace pensar: ¿cuánto de lo que hacemos es realmente decisión nuestra, y cuánto es simplemente un “bueno, vamos a ver qué pasa”?

Últimamente he reflexionado sobre lo rápido que todo cambia. Las experiencias, las conexiones, los momentos que juramos guardar para siempre… terminan siendo como arena entre los dedos. Pero tal vez no se trata de atraparlo todo, sino de disfrutar mientras pasa. Como un Café: no lo apuras, no lo atas; lo tomas, lo disfrutas y sigues adelante.

A veces siento que vivimos obsesionados con respuestas. Con tener claro quiénes somos, hacia dónde vamos y por qué. Pero, ¿y si todo esto no es más que un experimento? Un caos cuidadosamente orquestado para hacernos reír, llorar y aprender que no hay guion. Pensarlo así me alivia, porque si no hay un destino perfecto, entonces cada paso cuenta, incluso los que parecen torpes.

El cambio siempre ha tenido esta dualidad: puede asustar y también emocionar. Me doy cuenta de que no tengo que ser la versión ideal de mí mismo, esa que a veces imagino. Lo que realmente importa es encontrar belleza en lo que ya soy, en las grietas y en los intentos. Porque, seamos honestos, todos estamos un poco rotos, pero eso no nos hace menos interesantes. Más bien, nos convierte en piezas únicas de un mosaico extraño y maravilloso.

Hoy, mientras escribo, siento un equilibrio entre gratitud y curiosidad. Gratitud por las pequeñas cosas, como los momentos de calma, los aprendizajes inesperados, y la posibilidad de seguir adelante. Curiosidad por lo que viene, por las sorpresas que la vida tiene bajo la manga.

La vida no es perfecta, y eso está bien. Tal vez no se trata de justicia, sino de aprender a bailar con lo que venga. De encontrar humor en lo absurdo, sentido en lo caótico, y alegría en lo simple. Porque, al final, estamos aquí para intentarlo, para equivocarnos, y para dejar que todo eso nos transforme. Y, quién sabe, tal vez eso sea suficiente.

© 2025 Fernando Reyes.